Hace 70 Años, el Cinerama intentó “salvar” al cine
El New York Broadway Theatre de Nueva York albergó el estreno de “Esto es Cinerama” el 30 de septiembre de 1952, hace ya 70 años, un acontecimiento para el negocio cinematográfico que inauguró los sistemas de grandes pantallas, con tres proyectores que funcionaban en sincronía para ofrecer una sola e inmensa imagen y que fue, en su momento, un fenómeno social.
El acontecimiento dejó esa palabra inscripta en el imaginario popular y nunca el calificativo de “mítico” puede ser más apropiado, ya que las nuevas generaciones jamás sabrán de qué se trató porque no hay en el mundo, al día de hoy, sala alguna donde pueda apreciarse el Cinerama.
Hasta 1952 todas las películas tenían un solo formato. Aunque hubo otro momento en que el cine pergeñó uno distinto: es el caso único de “Napoleón”, del francés Abel Gance, rodada en 1927, aún en el período silente, que en algunos pasajes con batallas y grandes panoramas agregaba dos imágenes laterales.
En esos tiempos el soviético Serguei M. Eisenstein bregaba por un formato cuadrado que los directores pudieran modificar a su gusto: vertical para los primeros planos, como en un retrato, o apaisado cuando los planos requirieran espectacularidad, aunque su idea jamás prosperó. En 1953 apareció el entonces llamado CinemaScope, que sí prosperó y aún se utiliza.
La creación del Cinerama respondió a la voluntad de recuperar el público perdido en salas durante la segunda posguerra a causa de la televisión, que el estadounidense medio había incorporado a su vida diaria: las imágenes eran imperfectas, en blanco y negro y el sonido latoso, pero era barata y podía disfrutarse sin salir de casa.
Y como muchos otros aparatos, sistemas, objetos e invenciones que luego se incorporaron a lo cotidiano, el Cinerama tuvo un origen bélico: durante la Segunda Guerra Mundial el ejército estadounidense había ideado un panel con nueve proyectores sincronizados con aviones que cruzaban de un lado a otro y servía para practicar defensa antiaérea. Cinerama redujo los proyectores a tres e ideó una pantalla muy curvada que cubriera el área visual humana.
Añadió lo que entonces se llamó “sonido estereofónico”, grabado en siete pistas magnéticas en una cinta aparte, que se iba a reproducir en decenas de altavoces distribuidos en la sala. Hoy no es novedad, pero en 1952 cualquier espectador se sorprendía al sentirse rodeado de sonidos y voces que provenían de lugares puntuales en la imagen y aún fuera de ella, incluso a sus espaldas.
El impacto fue tan grande que se creyó que el prodigio duraría una eternidad: el propio Jean-Luc Godard, en su filme “Alphaville”, de 1965, ubicado en un futuro impreciso, hace ingresar a un personaje a un “museo del Cinerama” en busca de datos sobre el cine.
Los críticos “serios” despreciaron siempre el prodigio, lo llamaron “diversión de feria” y se preguntaron cómo haría Ingmar Bergman en la gran pantalla para narrar “La fuente de la doncella” sin que perdiera intimidad y fuerza dramática.
Buenos Aires tuvo el privilegio de ser la primera capital sudamericana de mostrar el sistema: fue el 4 de agosto de 1959 en el teatro Casino, en Maipú 336, una inmensa sala del siglo XIX (1894) que cambió de nombre y fue remodelado varias veces, donde hubo teatro, ópera, zarzuela, varietés, circos con animales y famosos campeonatos de lucha libre que ocuparon sus temporadas.
Gobernaba Arturo Frondizi y el estreno de “Esto es Cinerama” fue un acontecimiento social: la publicidad se cuidaba muy bien de no explicar cómo funcionaba y su logotipo en forma de biombo añadía misterio. En las estaciones de trenes de provincias y aún en países vecinos se exhibían pequeños afiches que rezaban: “¿Viaja a Buenos Aires? Vea Cinerama. Teatro Casino”. Eso era todo, un motivo adicional –como la revista porteña– para hacer turismo en la gran ciudad.
Para la oportunidad, el Casino ya no era el viejo ámbito que conocía el público: al ingresar a la sala se encontraba con un enorme telón semicircular que cubría la pantalla de 140° y que de extremo a extremo medía más de 20 metros. Lo llamativo era que dado ese formato, las 10 primeras filas de platea estaban “dentro” del espacio de proyección.
Otra curiosidad era que los tres proyectores que cruzaban sus haces para cubrir las áreas correspondientes de la pantalla estaban en cabinas separadas, con varios metros entre ellas.
Con un criterio de extrema suntuosidad se había agregado una confitería en el foyer, donde en los intervalos la asistencia podía disfrutar las delicias que se ofrecían y también fumar, porque entonces estaba permitido.
Por razones técnicas, todas las películas de Cinerama tenían un intervalo, que servía para cambiar las enormes y pesadas bobinas de los proyectores.
El filme inaugural comenzaba con un cuadro normal, en blanco y negro y sonido plano, durante el cual el inventor y empresario Lowell Thomas disertaba durante unos 12 minutos sobre la evolución de la técnica cinematográfica, incluía planos de “Asalto y robo de un tren” (1903), de Edwin S. Porter, donde un cowboy disparaba su revólver hacia la cámara, en pos de espectadores asustadizos, los mismos que buscaba el Cinerama varias décadas después.
Hasta que luego de varias decenas de elogios para “Esto es Cinerama”, que no tenía actores ni argumento y servía para mostrar el entretenimiento del futuro, se producía el deslumbramiento. La enorme pantalla se abría a todo color, con timbales, cuerdas, trompetas y platillos en alto volumen y quien estaba en la platea se convencía de estar sentado en una montaña rusa que lo conducía a sensaciones vertiginosas y llenas de ansiedad.
En el Casino se vieron y repusieron varias veces “Las siete maravillas del mundo”, “Aventuras en los mares del Sur” y “Vacaciones en Rusia”, todas de contenido turístico en las que abundaban vuelos por el Cañón del Colorado, las pirámides de Egipto, chicas en esquí acuático, danzas de pueblos remotos, un pasaje de la ópera “Aída” en la Scala de Milán, el paseíllo de una cuadrilla en una plaza de toros (sin corrida), aviones supersónicos, los canales de Venecia, cazas de ballenas en el Ártico, las cataratas del Niágara; todo lo que mostraba Cinerama debía ser grande, muy grande.
Hasta que el público se aburrió y se lanzaron dos películas con actores y argumento, “La conquista del Oeste”, de Henry Hathaway, George Marshall y Richard Thorpe, y la soporífera “El maravilloso mundo de los hermanos Grimm”, de Geroge Pal y Henry Levin, que no pudieron salvar al sistema, que además era muy caro. Se necesitaba un operador para cada cabina y otro que controlase la sincronía de las bandas sonoras, más algún otro ayudante. Así, Cinerama moría.
En la década de 1960 se creía que las enormes pantallas cóncavas, que cubrían el campo visual humano, sobrevivirían para siempre: se inventó el SuperCinerama, que con un solo proyector cubría su totalidad. Buenos Aires las conoció; se colocó una en el cine Gaumont, que a partir del 26 de diciembre de 1963 eternizó “El mundo está loco, loco, loco, loco”, de Stanley Kramer, y otra en el Ideal, entonces sala de primera categoría, donde se estrenaron obras tan impactantes como “Grand Prix”, de John Frankenheimer, o “2001: odisea del espacio”, de Stanley Kubrick.
Luego de abandonar el Cinerama, el antes esplendoroso Casino comenzó a proyectar películas en formato normal que bajaban de las salas de estreno rumbo a los barrios. El último día que funcionó, solo 74 personas pagaron entrada para las cinco funciones de “Zabriskie Point”, de Michelangelo Antonioni. Fue demolido, y en su lugar se construyo un edificio de oficinas