Boca, cada vez más grande: la columna del campeón de la Copa Liga Profesional
Jugó bien, goleó e hizo delirar a la gente. Los tropezones del camino hacen aun más grande esta corona. Ya no sólo es un plantel de categoría: también es un equipo. El mejor de la Argentina. Campeonísimo.
Esto es Boca. Un campeón. El campeón hegemónico del fútbol argentino. El único grande de verdad. El campeón más temido y, hasta hace algunas semanas, el menos pensado. Suele suceder con los grandes campeones: se van calentando con el correr del torneo. En el proceso, casi pierde a su técnico, se dudó de todo (dudamos todos, a no sacarle el culo a la jeringa) y no hubo reconocimientos externos simplemente porque no se encontraban los méritos. Este título, sin embargo, entra en la historia de Boca con la prepotencia del cabezazo de Rojo, del latigazo brasileño de Fabra, con el misil que duerme en la cabeza de Vázquez. Esto es Boca. Así de soberbio.
Los tropezones que sufrió en el camino no hacen más que engrandecer la corona. Porque es muy difícil levantarse y seguir. Y ganar. Y reír como ríen Battaglia y su cuerpo técnico en un racimo. Como ríen Riquelme y su Consejo allá arriba, entre mates y selfies. Como ríen titulares y suplentes palpitando el final y adelantando la fiesta. Como ríen los que están dentro del campo terminando de empequeñecer a un Tigre que llegó adonde llegó por mérito propio. Sólo que Boca lo borró y, de paso, tres años después, puso las cosas en su lugar. “Volvió todo a la normalidad”, diría Carlitos Tevez. Boca campeón. Dos palabras que nacieron para vivir juntas.
En distintos tramos del torneo, hubo varios equipos calificados como “el mejor”. Ninguno era Boca. Se habló del invicto Racing, del sólido Estudiantes, de la continuidad de River. Boca les ganó a los tres en su momento. A Estudiantes, para salir de una crisis que parecía terminal. A River, facturándole un error de Gallardo (la recontratación de González Pirez). A Racing con la puntería de un verdugo. Y a Tigre dos veces. Una mejor que la otra y ya sobre la recta final, cuando el equipo empezaba a ser eso, equipo, y dejaba de ser simplemente un rejuntado de jugadores de categoría.
Sigue siendo cierto, de todos, modos que Boca gana por sus hombres. Y es posible explicar esta nueva estrella recorriendo los nombres. El de Rossi, elegido en su momento para darle salida a Andrada: jugó un superclásico brillante, cometió errores luego, en los partidos de eliminación dijo presente y volvió a sostener el arco limpio en la final.
O los de Advíncula y Fabra, los laterales que tanto le importan a Riquelme, jugadores basales de su manera de entender el fútbol. Hay una jugada que marca la categoría internacional del peruano: su cierre sobre Retegui y Colidio yendo al piso y con el riesgo de cometer penal: una proeza. Y hay una jugada que es el símbolo del Boca jugadorista: el gol de Fabra nace de una acción bien construida, pero sólo él imaginó ese golazo imposible que fue el KOT para Tigre.
El campeonato se narra desde la ascendencia de Izquierdoz, su inteligencia y su bravura, su profesionalismo para volver antes de tiempo de una lesión jodida. Y por el nivel ascendente de Rojo, su sobredosis de temperamento que tuvo premio con el 1-0 en un momento crucial.
Tuvieron su influencia el comodín Pol, que hizo lo que le pidieran, y casi siempre bien. El Varela que en algún momento bajó al purgatorio de la Reserva para reaparecer donde Battaglia siempre lo quiso y justo en los tramos decisivos. El Romero despreciado en San Lorenzo que llegó para ser campeón y se subió a su jerarquía para superar la falta de continuidad y de pretemporada.
Salvio recuperó su nivel a tiempo, con goles importantes y esa gambeta indescifrable. Pipa Benedetto tuvo esos chispazos de calidad que encandilan, inventándose goles donde los demás apenas ven pasto. Y Villa… Bueno, Villa fue el jugador más determinante del campeonato por sus goles y sus asistencias (dos en la final), su dedicación full time al torneo local, su velocidad supersónica y hasta por su cabeza para concentrarse en lo que pasaba dentro del campo sin escuchar las tempestades que cosechó luego de sembrar tormentas.
Hasta tuvo tiempo, Battaglia, de pensar en el jueves y preservar energías. Acertó con el ingreso de Ramírez -jugador de segundos tiempos- para recuperar un mediocampo que Tigre le había quitado y al final les dio lugar a Medina, a Molinas, a Campuzano, a Vázquez que para variar metió un gol. Si hubiera tenido más cambios, debería haber homenajeado en el cierre también a Aranda, a Javi García, al Pulpo, a Zeballos, a Sández, a todos los que aportaron. Hasta a Zambrano.
Battaglia también es responsable y dueño de esto. Este Battaglia que mientras hace sus palotes en la profesión ya ganó dos títulos. Que, como Boca, gana más de lo que juega. Él fue torciendo un rumbo que apuntaba hacia la puerta de salida y logró imponer algunas ideas por encima incluso de ciertas resistencias internas. Con un traje de amianto que lo protegió de los incendios diarios. Su Boca recuperó también desde los números el respeto ajeno en los partidos de eliminación directa, como en los viejos tiempos.
Boca ya está en la Libertadores 2023. Y eso que aún tiene pendiente su clasificación a octavos en la actual. Como suele suceder en la vida frenética del club, hay poco tiempo para festejos. La obligación llama. Llama ese sueño que tarda en hacerse realidad. Por esta vez, sólo por ésta, no les tiraremos por la cabeza a los jugadores que “la Copa Libertadores es mi obsesión” ni que “el jueves, cueste lo que cueste…”. No, no se los recordaremos. Primero porque este campeonato tiene sabor y vida propios. Y segundo porque ellos ya lo saben muy bien. Saben que esto es así. Que esto es Boca.