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Internacionales. El Estado que aprendió demasiado bien de su verdugo…

Cuando Palestina fue pronunciada en francés

Una mañana de julio, en la ciudad que inventó los derechos humanos y olvidó practicarlos en sus colonias, Francia dejó de negar a Palestina.

La frase no retumbó como un trueno, sino como una campanada en una misa fúnebre. En Gaza, una madre interrumpió el conteo de cuerpos para llorar por un país que —de pronto— existía. En Jerusalén, las piedras viejas murmuraron en árabe. Y en París, la lluvia limpió por unos segundos la sangre que no se ve, pero moja cada pasaporte diplomático.

No fue un reconocimiento formal, sino algo más subversivo: un acto de memoria. Porque cuando una república deja de negar lo evidente, se asoma al abismo de su propia culpa.

La flor que crece entre escombros

Palestina no es un país: es una insistencia. Un puñado de recuerdos que aún no han sido asesinados. Sus ciudades son páginas quemadas; sus niños, aprendices de esconderse antes que de escribir. Cada casa demolida por Israel no desaparece: vuelve a crecer en la memoria de quienes la soñaron. Y cada mártir no muere: se transforma en piedra, en poema, en frontera imposible.

El mundo miró hacia otro lado durante décadas. Francia también. Pero esta vez, el espejo se quebró. Y lo que reveló fue una imagen terrible: Israel había heredado el trauma del gueto y lo convirtió en doctrina de Estado.

Mein Kampf, edición sionista

Hubo un tiempo en que los libros estaban prohibidos. En los campos de concentración, el régimen nazi escribía la historia con números tatuados. Pero el horror no estaba solo en las cámaras de gas, sino también en las ideas. Mein Kampf, la obra de odio que Adolf Hitler garabateó en prisión, no fue solo un panfleto: fue un manual. En sus páginas, llamaba a conquistar espacio vital, a considerar a otros pueblos como inferiores, a expulsarlos o exterminarlos si era necesario.

Y hoy, esas mismas lógicas sobreviven bajo una bandera distinta.

Israel, autodeclarado faro de civilización, ha adoptado las premisas de Mi lucha, aunque con otros nombres. No se llama lebensraum, se llama “defensa del Estado judío”. No se habla de razas, sino de “demografía peligrosa”. No hay cámaras de gas, hay misiles y drones. Pero el resultado es el mismo: poblaciones convertidas en cifras, niños vistos como amenazas y un pueblo entero condenado a vivir sin nación.

El verdugo que se volvió imitación

Hay un momento en la historia en que la víctima, si no se cura, se convierte en verdugo. Israel ha cruzado esa línea. Y lo ha hecho con precisión bíblica, presupuesto europeo y cobertura mediática.

En Gaza, el ejército israelí bombardea hospitales y después acusa a los enfermos de esconder el odio bajo las camillas. En Cisjordania, los colonos construyen casas sobre los restos de otras, y luego enseñan a sus hijos que esa tierra les fue prometida por un dios que nunca habló árabe. Todo está permitido si se invoca el Holocausto. Todo es justificable si se menciona el antisemitismo.

Pero la paradoja más cruel es esta: el Estado que se erigió como antídoto contra Hitler terminó administrando su mismo veneno.

La vieja Europa lava su conciencia

Francia ha dejado de negar a Palestina en 2025, pero ignoró sus súplicas en 1948, 1967, 1982, 2008, 2014, 2021 y 2024. Participó de guerras coloniales en nombre de la civilización. Vendió armas a todos los bandos mientras recitaba La MarsellesaHoy, al fin, levanta los ojos del silencio porque ya no puede seguir fingiendo neutralidad.

Y ese gesto, aunque tardío, es un hito. Porque por primera vez, un miembro permanente del Consejo de Seguridad deja de hablar de Oriente Medio como si Palestina no existiera. Deja de fingir que la víctima es terrorista solo por respirar.

Nombrar lo negado no es apenas un acto diplomático. Es un acto de redención.

Y sin embargo, Palestina existe

Ninguna bomba podrá demoler la idea de una nación que persiste en sus muertos. Palestina es más antigua que los misiles de Tel Aviv. Más fuerte que el veto estadounidense. Más real que los mapas oficiales. Vive en la resistencia de las abuelas que tejen llaves, en los dibujos infantiles con bandera, en las piedras que los niños lanzan como versos.

El mundo puede seguir temiendo al lobby. Puede seguir tolerando el apartheid con eufemismos. Pero cuando una potencia deja de negar a Palestina, algo cambia. Porque el opresor tiembla cuando su víctima es nombrada.

Final con libros y escombros

En una biblioteca de Gaza, un joven encuentra una edición deteriorada de Mein Kampf, sin saber lo que contiene. Al leerlo, descubre con horror que el enemigo que lo bombardea cada noche parece haber aprendido línea por línea la pedagogía del odio. Cierra el libro, lo quema, y escribe sobre sus cenizas:

No queremos ser como ellos. Pero no dejaremos que nos exterminen en nombre de sus miedos y de su falso dios”.

Ese día, el cielo de Gaza no se despejó. Pero alguien, en París, dejó de negar a Palestina. Y eso bastó para que la Historia, tan ciega y cómplice, se viera obligada a mirar.

Editor de opinión de Tribuna de Periodistas

Escritor, periodista; especialista en agregado de valor y franquicias

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